Los Ángeles es la ciudad de Estados Unidos con mayor número de indigentes crónicos en sus calles. Y paradójicamente es en las inmediaciones del Teatro Dolby, el lugar en donde cada año se realiza la entrega de los premios Oscar, en donde se concentra la mayoría de las más de 40 mil personas sin techo que sobreviven por debajo del umbral de la pobreza en esta ciudad.
Este año me tocó asistir a la gran fiesta de una forma privilegiada: acompañando a una amiga que estaba nominada. Esto te garantiza tener toda la diversión sin la presión de ser el foco de atención. También te permite observar desde la distancia ciertas cosas, pero la que más se me quedó grabado no fueron los vestidos vaporosos y de tul que llevaron este año la mayoría de las estrellas, ni el sabor de la champaña que nos sirvieron sin límite durante las seis horas que dura en promedio toda la experiencia, sino el cómo un día antes las calles que rodeaban el teatro estaban llenas de personas que parecen haberse quedado sin nombre porque nadie las llama y nadie las mira. Eran cientos, acurrucadas en el portal de los edificios, entre las tiendas de souvenirs, sobre las estrellas de la fama en las que la gente se hace fotos.
Desde la habitación de mi hotel, el legendario The Hollywood Roosevelt en el que en 1929 se realizó la primera premiación de la Academia y que sigue teniendo un rancio abolengo, se podían ver decenas de tráilers con equipos de luces, cámaras, focos. Y sí, al día siguiente la “magia” ocurrió. Se cerraron todas la calles alrededor del evento. Desaparecieron las personas sin nombre, los turistas atolondrados. El bullicio de las masas fue sustituido por la música de los altavoces que te aceleraba el pulso y el olor de la comida rápida se diluyó con el de los perfumes de todos los invitados y organizadores que sonreían con una energía contagiosa.
Estábamos dentro del gran show, en donde los ganadores se emocionan y los perdedores aplauden con gracia a su contrincante y permanecen bien sentados mientras que en la planta de arriba, en la que estamos los familiares y amigos y no hay cámaras, nos relajamos y gritamos de alegría cuando la estatuilla dorada es para quien queríamos o damos manotazos en el asiento cuando ocurre lo contrario y a alguien se le acaba de esfumar el sueño.
Luego vienen los abrazos, las felicitaciones a personas que no conocemos pero que vemos brincar y llorar exaltados como a la mamá de Rami Malek, que estaba sentada entre nosotros, o a los familiares de Peter Farrelly, el director de Green book. Y el champán y sus burbujas se nos suben un poco a la cabeza y por un momento creemos que es verdad ese mundo lleno de tul. Pero llega el día siguiente y cuando sales a la calle vuelves a ver a los turistas preocupados por hacerse una selfie sin darse cuenta de que justo al lado está una persona que ha vuelto a ocupar su rincón en la calle, que aún tiene nombre, pero nadie lo pronuncia. Se acabó el gran show.