El cine tiene un problema de espacio: no caben tantos egos juntos, por ende, hay que segmentar, dividir, compartimentar en muchos premios, festivales, muestras y saber repartir.
Pero ni así se logra la perfección porque son demasiados los egos que cuidar para que sus dueños no dejen de crear y creer e inscribirse al juego.
Algunos lo llevan mejor, otros se atascan con el tema de quedarse en la recta final de los múltiples oros: el Oso, el León, la Palma, la Concha y así…
Y es que el cine, por su propia naturaleza de fantasía y lentejuelas, pone entre la espada y la pared a todos sus participantes y los hace competir.
Lo cierto es que, al final, a ningún genio le gusta la contienda porque en ella siempre alguien sale perdiendo.
Bien lo decía Almodóvar en la reciente clausura del Festival de Nueva York:
“Amo este festival porque no es una competencia, no tengo que rivalizar con otro director al que admiro”, comentó aliviado tras una ovación en la que se le veía realmente disfrutar, no como en otras en las que sabe que el conteo de minutos de aplausos puede jugar a su favor o en contra y entonces la emoción no se saborea igual.
Pedro es uno de los tantos autores que tienen que lidiar con el constante tema de los premios no conseguidos.
En cierta forma crean una injusticia colectiva, pues siempre habrá alguien que se quede fuera cuando su obra era igual de valiosa que la que por otras razones gana.
Pero volvemos al tema del espacio: sólo hay un trofeo, una mejor película, director, un mejor “tal”.
Y ese sólo uno duele, quema, escuece cuando tu nombre no ha sido el seleccionado por un puñado de subjetividades.
Aunque se diga que lo importante es que la gente vea la película, que la historia transforme a alguien, que con haber competido se sienten honrados, que estar ahí ya es un premio, hay algo que se queda dentro que incomoda y es que te has visto obligado a subirte al ring sin haber pedido la pelea y además, te han noqueado.
Durante 20 años he observado lo que ocurre en aquellos cuyo nombre es mencionado a subir al escenario para recibir esa breve gloria que luego tendrán que seguir defendiendo y reafirmando con cada nueva obra hasta el fin de sus días.
Porque ahí están las verdaderas historias de lo que es el mundo del cine detrás de la alfombra roja, de lo cruel e injusto que puede llegar a ser pasarte decenas de meses de tu vida construyendo una historia para tener el mal tino de estrenarla en el momento del discurso incorrecto, o cuando te has vuelto antipático o gris para el arrastre mediático que se necesita.
Y ahí también están las lecciones profundas, porque el ego hay que tenerlo bien sometido, que acariciarlo de vez en cuando para empoderarse y atreverse a hacer las cosas pero ¡cuidado!, porque, cuando crece tanto, ocupa todo el espacio, y en el mundo del cine, y en general, andamos muy cortos de metros.