De pronto te sientas en las butacas del teatro, empieza el show y ves cómo todo está perfectamente coordinado: los niños que hacen de ratones, los renos que no pasan de los seis años pero saben qué hacer en el escenario, las niñas disfrazadas de caramelo que revolotean en torno a los bailarines profesionales. Un total de 136 personas que conforman el espectáculo más esperado del invierno y en el que todos tienen una razón de ser y cada detalle funciona. Sí, hablo del clásico El cascanueces, producción original de Marius Petipa y Lev Ivanov, y adaptación del cuento de Alejandro Dumas.
Este año, mis hijas de seis y nueve años tuvieron la suerte de formar parte de esta gran puesta en escena que hace unos días llegó a su fin en el Teatro Palace de Stamford. La emoción de esta oportunidad pronto se convirtió en estrés al descubrir la complejidad de la logística de los ensayos, pues aunque ambas participaran, sólo unos minutos eran parte de un todo que está cronometrado al milímetro.
El director de la obra, Mr. Raphael, quien lleva montando este espectáculo por 35 años, fue inflexible cuando le pedí permiso para que una de mis hijas faltara a un ensayo en la noche de un domingo pues teníamos un evento familiar importante.
Al principio me molestó darme cuenta de que no podría evitar la cancelación de nuestros planes pero asumí que habíamos hecho un compromiso con el ballet y que por más incómodo que me pareciera, tenía que enseñarle a mis hijas la importancia de cumplirlo.
El verdadero aprendizaje vino después, pues esa noche, cuando mi hija volvió del ensayo, me dijo que aunque estaba muy triste se sentía bien de no haber fallado ese día porque hubiera afectado a los demás. En ese punto yo aún no era consciente de la dimensión que esto tenía, pero llegó el día del primer show. Todo parecía fácil, perfecto: los vestuarios, las posiciones de cada personaje
en el escenario, los bailarines estrella entre los cuales los niños se movían con gracia y sabiendo en dónde tenían que estar para no ser pisados, para no interrumpir o estorbar.
El resultado de tanta disciplina y esfuerzo fue espectacular. Y entonces agradecí la lección, tan clara, tan viva, que experimentamos en este proceso mi familia y yo: la de comprobar de forma tan evidente los resultados del esfuerzo, de la renuncia, de las noches de desvelo, del cansancio, de la paciencia y de entender que para conseguir grandes cosas todas las piezas del engranaje son cruciales. En un mundo en el que todo es inmediato, en el que se valora tanto la individualidad y en el que la satisfacción instantánea se aplaude y a la que se accede tan fácilmente, poder encontrar a un hombre como Mr. Raphael y el equipo de personas que lo acompañan en esta titánica labor fue inspirador.
Ver a una comunidad de padres comprometidos con un proyecto y lo que se consigue cuando todos los esfuerzos apuntan hacia algo también me impactó porque esto en realidad es sólo un ejemplo de la vida: lo que nos forma, lo que nos une, lo que nos hace mejores personas es lo que ocurre en el backstage de cada uno de nuestros triunfos, el show es el postre.