No te confundas, sí tienes que ver Bardo.

Por qué Bardo, el nuevo filme de Alejandro G. Iñárritu que ha generado tanta controversia entre la crítica, es una película imprescindible del cine actual.

La ligereza con la que algunos han querido abordar una película imposible de caber en un tuit es imperdonable. Obviamente me refiero a Bardo cuya belleza aún se puede disfrutar en las salas y pronto llegará a Netflix (16 de Diciembre). El nuevo filme de Alejandro González Iñárritu es imprescindible. No dejes que te persuadan de lo contrario. Te puede gustar o no, como cualquier otra obra, pero no por ello pierde su valor irrefutable como experiencia cinematográfica. Es un ejercicio artístico monumental en el que la filosofía danza con la franqueza más pura y radical: la de saber que sólo existe una verdad, la que podemos narrar desde nuestra propia óptica, con nuestras circunstancias y experiencias. Bardo es hermosa, compleja, auténtica. No es el ego desmedido de un cineasta, tampoco es una copia de otras obras maestras, es mucho más. Tanto, que por momentos escuece, sacude, confronta. Porque es exigente, requiere digestión. Esa que impide dejar de hablar de ella durante días o que hace que sus imágenes te persigan sin darte cuenta. Se te queda incrustada. 

Un filme que logra habitar el territorio de los sueños, de ese limbo en donde las emociones, las creencias, los miedos y las pérdidas conviven entrelazándose, como la vida misma. Somos nuestro tiempo, nuestro pasado, nuestro futuro. Lo que mamamos desde pequeños, lo que se nos dijo de la Patria, lo que nos quisimos creer, también lo que se nos ocultó. Los emigrantes que se marchan por supervivencia, también los que se van con hambre de éxito. Los que idealizamos un país en el que se caen las mujeres muertas de forma tan abrupta, brutal, que ya no las vemos. Los que seguimos hablando con Hernán Cortés sin sentido. Los que nos hacemos pequeños cuando estamos frente a las figuras que nos forjaron y en las que seguiremos buscando cobijo hasta el final de nuestros días, aunque ya sólo habiten en la memoria. 


Somos los criados por la culpa, los que convivimos con fantasmas, los que sabemos hablar con los muertos. Pocas veces se ha narrado la muerte de un hijo de una forma tan tangible. En ese espacio en el que la ausencia, lo que no fue, lo ocupa todo: el sexo, la intimidad, las conversaciones. La única forma de lograr lo universal es siendo profundamente individual. Y si algo no se le puede reprochar a esta creación es eso. Explicar todo este tejido diciendo que una película así es producto de las garras de la vanidad es reduccionista, perezoso. Las críticas banales actúan como una profecía autocumplida de varias tesis de la cinta. Y sí, es verdad que quizá les habla a aquellos que están fuera de México más que a nadie. A los errantes, a los desarraigados, pero está en la naturaleza del cine el tocar temas diversos, lejanos, ponernos en otras pieles. Ahí está el poder enérgico de las historias que son capaces de trasladarnos a otros escenarios, volarnos la cabeza. Y es que como bien ha dicho Guillermo Del Toro acerca de Bardo, “para cualquier persona confundida acerca de la trama: mis condolencias”.