Este año en la contienda a los Oscar hay filmes en los que hay más significados que los evidentes y que te hacen masticar las ideas durante días. Uno de ellos es Almas en pena de Inisherin.
Este año en la competencia por los Oscar hay filmes como Todo a la vez en todas partes, en el que valga la redundancia: sucede de todo. Y otros en los que parece que no pasa nada. Ambas apuestas tienen su maestría, pero este año en la contienda me declaro a favor de las películas en las que hay más significados que los evidentes y te hacen masticar las ideas durante días. Aquellas en las que los sabores van cambiando y se disfrutan poco a poco, al igual que los banquetes de varios tiempos a los que hay que hacerles espacio en el organismo. Un ejemplo es Almas en pena de Inisherin. El truco de la historia está en que juega a centrarse en un banal desencuentro entre dos amigos cuando lo cierto es que en ella hay un tejido de discursos y emociones extraordinario. Se desarrolla en 1923 en una isla que atrapa a los personajes y merma sus ilusiones. Inisherin sólo existe en esta ficción, pero la traducción literal del nombre que sitúa a esos campos verdes y olas que se estrellan en acantilados viene de inis que es isla en irlandés y Erin, que es otro nombre de Irlanda.
Desde ahí, a lo lejos, en tierra continental, se escuchan los cañones de un conflicto que no es otro más que la Guerra Civil de Irlanda que los habitantes de Inisherin respiran con duelo y de la que la película es una metáfora. La calma estalla cuando Colm (Brendan Gleeson) siente la urgencia de hacer algo trascendente al empezar a envejecer. Cree que logrará la eternidad al escribir una obra musical. En ese momento es cuando Pádriac (Colin Farrell), un hombre aburrido y sin ambiciones intelectuales comienza a darle comezón y estorbar. En el rechazo, el amigo que se siente no querido va perdiendo la sensatez. La amargura y celos empiezan a flotar sobre el pueblo en donde no existe el refugio del anonimato y en el que la única salida es la violencia absurda que empieza a ejercer Colm sobre sí mismo para demostrarle a Pádriac que su intención de ruptura va en serio. Ambos son presas de un ecosistema en el que el encuentro es inevitable, pero les causa cada vez más dolor. Ahí está la representación, de nuevo, de algo más grande que podríamos considerar las creencias y sistemas.
Y así podemos seguir hablando por días de este filme que da la impresión de que a Colin Farrell se le ha nominado a Mejor actor sólo porque se le ve con cara de pena al lado de su burro buscando al amigo que lo ha dejado sin una razón que encuentre suficiente y en la que Gleeson, también en la carrera hacia el Oscar, pierde la cabeza al llevar la situación al extremo. Pero en realidad lo que nos muestra la cinta es un acto de rebeldía hacia lo que nos dictan hoy los cánones del hacer: las respuestas inmediatas a los mensajes que recibimos, la exposición constante hacia los demás, el radicalismo en el que se ha convertido decidir no estar cuando a lo que nos empuja el mundo actual es a estar siempre, aunque eso sea ficticio. Y es que hay veces que parece que no está pasando nada, cuando en realidad, está ocurriendo todo.