Artículo publicado en El Universal / Cobertura Festival de Cine de Venecia 2022.
Venecia, 02 de septiembre de 2022. Bien se dice que las obras que causan controversia son las más interesantes. Y si hay un filme que ha traído esa lucha entre críticos y dividido opiniones es precisamente la del realizador mexicano Alejandro González Iñárritu cuya película no ha dejado a nadie indiferente.
Una obra llena de sutilezas, surrealismo, códigos y profundidades con la que los latinos e hispanos conectan y que a los anglosajones les ha costado digerir y abarcar. Y es que en la película está muy presente la frontera, mental y física, el desarraigo del que se va, la inmigración con sus varias capas, formas y facturas. La nostalgia del que deja la tierra, del que cree haber encontrado una vida mejor aunque haya perdido todo en el camino, casi la identidad. Y que se aferra a ella como a un clavo ardiente.
También está la mezcla de los sueños con la realidad. Ese realismo mágico tan latinoamericano, tan vivo. Una crítica a los Estados Unidos que puede sacar ampollas mostrando un país que da prosperidad pero que nunca te acaba de hacer sentir que estás en casa y en donde todos parecen robots y se mueven en torno al dinero. La historia de México mezclada con la de un artista con un éxito que no sabe cómo acomodar. Que le escuece y le genera culpa. Que tiene el síndrome del impostor.
Y además están las pérdidas y las cicatrices que éstas dejan. Todo esto es un cóctel que puede ser abrumador. Que culturalmente parece pasar factura a la hora de medir la cinta pues críticos de un mismo medio como el New York Times la califican de forma diametralmente opuesta. Por ejemplo, David Kehr expone que Bardo son “172 minutos de película con un desenfrenado ego que no se lo desearía ni a su peor enemigo”. Carlos Aguilar, crítico del mismo medio y parte del consejo de críticos de Los Ángeles, la califica como una obra maestra: “Como alguien que salió de México, hace casi veinte años y que siempre lucha con la identidad nacional y la pertenencia adoré Bardo, una obra maestra trascendente y la mejor película del director desde Amores Perros”.
La crítica española, en su mayoría, la califica de monumental. Y ese vaivén de amor y odio parece una metáfora de la propia cinta que se mueve entre el repudio y el abrazo del éxito que encarna el personaje de Silverio Gama, el alter ego de Alejandro. Quizá es una cinta que cala más en quienes han transitado los caminos del autoexilio o el destierro. En las culturas en las que la vida y la muerte se entrelazan y en la que la fantasía tiene cabida. Es como si el propio espacio denominado Bardo, que es precisamente ese lugar entre la realidad y la interpretación de ésta, ese limbo, fuera una profecía autocumplida con esta película que sólo parece lograr anidarse entre quienes están dispuestos a habitar esa frontera de lo incierto. Habrá que ver qué dice el jurado y hacia qué lado decide inclinar la balanza final, pero por lo pronto Bardo ya se está convirtiendo en un mito.