Vivir un festival en la era del Covid-19

* Columna publicada en El Universal

Descubrí que yo era presa del síndrome de la cabaña cuando subirme o no al avión para ir al Festival de San Sebastián desde Nueva York se convirtió en un dilema.

Te vas encerrando dentro de tu burbuja de seguridad sin darte cuenta de cómo, las cosas que antes eran cotidianas ahora te parecen un mundo.

Los psicólogos le dicen el síndrome de la cabaña y es probable que lo tengas sin darte cuenta. Descubrí que yo era presa de él cuando subirme o no al avión para ir al Festival de San Sebastián desde Nueva York se convirtió en una decisión que me quitó el sueño durante semanas.

Llevo 20 años cubriendo festivales de cine por el mundo y si algo disfrutaba eran esos momentos en el aire que ahora me angustian.

Salir de casa no fue sencillo, pero lo que vino después tampoco, pues me encontré con la realidad de este mundo en pausa al ver el aeropuerto de JFK vacío y sus luces a medio encender, la mayoría de las tiendas cerradas, sólo un lugar para comer.

Lo mismo me ocurrió al llegar al aeropuerto de Madrid en el que un letrero enorme te avisaba que esos artefactos que parecían cámaras en realidad eran termómetros que toman la temperatura masiva de los que entran al país.

Formularios de salud aquí y allá, una carta que firmas al festival y al gobierno vasco prometiendo que si tienes cualquier síntoma avisarás y te pondrás en cuarentena.

La tensión de no saber cómo será el final de una experiencia en la que somos nuevos, pues sólo ha habido otro festival presencial desde que la pandemia empezó, el de Venecia, y aunque parece que ha ido bien aún es pronto para conocer el saldo real.

Te sientes un poco imprudente por estar ahí, ¿y si luego no puedes volver?

La primera función en una sala es una experiencia, los asientos están asignados con antelación, no tienes a nadie a los lados y una vez que empieza la película no hay manera de salir del teatro hasta el último crédito.

La mascarilla hace que se te empañen los lentes y no veas, menos mal que días después una compañera te comparte el truco: hay que encontrar la ubicación exacta donde apoyar el armazón sobre la nariz.

Geles desinfectantes, un flus flus de alcohol cada que entras o sales de cualquier recinto y esos saludos a medias que se te atragantan cuando te encuentras con un viejo amigo a quien sin pandemia hubieras abrazado muy fuerte. Pero algo se mantiene intacto y es la burbuja que va creando estar en un festival, ir viendo las historias en la pantalla grande, comentarlas por horas, correr a hacer la entrevista, escribir rodeado de colegas que son amigos y que te hacen reír a carcajadas con sus ocurrencias, el momento de la cena juntos, con distancia pero juntos, despertar al día siguiente para volver a la rueda.

Y por momentos se te olvida que llevas todo el día con la mascarilla, que las manos se te están partiendo entre tantos flus flus. Has estado más expuesto que nunca al virus pero como estás inmerso en la burbuja, ¡hasta disfrutas! Luego vuelves a la realidad, al vuelo trasatlántico con sólo 14 pasajeros, al único duty free abierto lleno de anaqueles con cientos de productos en descuento a punto de caducar.

Y te parece un milagro haber podido estar en un festival. Y te das cuenta, sí, que estás volviendo a tu cabaña.